¿Qué es y para qué estudiamos historia reciente?

Texto 1
Ahí radica la definición de historia del presente. Cuando el historiador estudia un periodo del cual existe al menos una de las tres generaciones que vivieron el acontecimiento, se está haciendo una historia de la coetaneidad, de un tiempo que aún es vigente, porque el historiador está investigando un presente histórico: un presente del cual es coetáneo, al ser coetáneo de al menos una de las generaciones que lo vivieron. El presente histórico entonces no es el ahora o la inmediatez, sino un lapso de tiempo más amplio que está vinculado con la existencia de las generaciones que experimentaron un suceso […] Por eso decimos que la historia del tiempo presente tiene márgenes móviles. No es un periodo ni un acontecimiento, es una historia que se liga con la coetaneidad y con las generaciones vivas que experimentan el tiempo histórico. Por eso se va moviendo con los propios límites de lo contemporáneo-coetáneo […] Se trataría entonces de una historia que tiene seis características que la definen. En primer lugar, que su objeto central es el estudio del presente. En segundo término, que el presente está determinado por la existencia de las generaciones que vivieron un acontecimiento; es decir, la existencia de testigos y actores implica que ellos podrían dar su testimonio a los historiadores, por lo que la presencia de una memoria colectiva del pasado es determinante para esta historia. Ligada a esta cuestión aparece la tercera característica: la coetaneidad entre la experiencia vivida por el historiador y el acontecimiento del que se ocupa, particularmente por su vínculo con las generaciones que experimentaron un momento histórico. En cuarto lugar, estaría la perspectiva multidisciplinaria del campo. En quinto término, las demandas sociales por historizar el presente, particularmente temas de violencia, trauma y dolor (que aparentemente se han convertido en los ejes de esta parcela historiográfica, aunque ello no implica que los temas no puedan ser otros). Por último, se caracteriza por las tensiones y complicidades entre historiadores y testigos. 

Eugenia Allier Montaño, “Balance de la historia del tiempo presente. Creación y consolidación de un campo historiográfico”.

Texto 2
Se trata, en suma, de un pasado “actual” o, más bien, de un pasado en permanente proceso de “actualización” y que, por tanto, interviene en las proyecciones a futuro.
 
Hoy en día, diversas prácticas sociales y culturales, así como un número creciente de disciplinas y campos de investigación, hacen del pasado cercano su objeto e incluso a veces su excusa y medio de legitimación. La memoria, en primer término –como práctica colectiva de rememoración, intervención política y construcción de una narrativa impulsada por diversas agrupaciones e instituciones surgidas tanto de la sociedad civil como del Estado–, parece tener la voz cantante en este vuelco hacia el pasado reciente. Asimismo, la tematización de aspectos de ese pasado en el cine (ficción y documental) y la literatura, la aparición de un sinnúmero de estudios periodísticos, la construcción de museos y memoriales, los encendidos debates públicos y sus repercusiones en las columnas de los diarios, así como el auge de los testimonios en primera persona de los protagonistas de ese pasado, dan cuenta de su creciente preponderancia en el espacio público. 

En el terreno estrictamente historiográfico, el acrecentado interés por este pasado cercano se ha manifestado en el renovado auge de un campo de investigaciones que, con diversas denominaciones –historia muy contemporánea, historia del presente, historia de nuestros tiempos, historia inmediata, historia vivida, historia reciente, historia actual–, se propone hacer de ese pasado cercano un objeto de estudio legítimo para el historiador. Lejos de tratarse de una cuestión trivial o anecdótica, la gran diversidad de denominaciones demuestra la existencia de algunas dificultades e indeterminaciones a la hora de establecer cuál es la especificidad de este campo de estudios. En efecto, ¿cuál es el pasado cercano? ¿Qué período de tiempo abarca? ¿Cómo se define ese período? ¿Qué tipo de vinculación diferencial tiene este pasado con nuestro presente, en relación con otros pasados “más lejanos”? 

Un camino posible para responder estos interrogantes es tomar la cronología como criterio para establecer la especificidad de la historia reciente. Si bien ésta es una opción posible y de hecho bastante utilizada, existen sin embargo algunos problemas. Para empezar, a diferencia de otros pasados más remotos sobre los cuales se han construido y sedimentado, no sin dificultades y disputas, fechas de inicio y cierre, no existen acuerdos entre los historiadores a la hora de establecer una cronología propia para la historia reciente (ni a nivel mundial ni a nivel de las historias nacionales). Además, aun si se resolviera el problema de establecer las fronteras cronológicas precisas, nos enfrentaríamos al hecho de que al cabo de un cierto tiempo (cincuenta o cien años, por ejemplo), ese pasado hoy considerado “cercano” dejaría de ser tal. En consecuencia, el objeto de la historia reciente tendría una existencia relativamente corta en cuanto tal. 

Estas dificultades muestran que la cronología no necesariamente es el camino más adecuado para definir las particularidades de la historia reciente. Por eso, a la hora de establecer cuál es su especificidad, muchos historiadores concuerdan en que ésta se sustenta más bien en un régimen de historicidad particular basado en diversas formas de coetaneidad entre pasado y presente: la supervivencia de actores y protagonistas del pasado en condiciones de brindar sus testimonios al historiador, la existencia de una memoria social viva sobre ese pasado, la contemporaneidad entre la experiencia vivida por el historiador y ese pasado del cual se ocupa. Desde esta perspectiva, los debates acerca de qué eventos y fechas enmarcan la historia reciente carecen de sentido, en tanto y en cuanto ésta constituye un campo en constante movimiento, con periodizaciones más o menos elásticas y variables. Por otra parte, si consideramos el conjunto de investigaciones abocadas al estudio del pasado cercano, encontramos que los criterios antes mencionados suelen estar atravesados por otro componente no menos relevante: el fuerte predominio de temas y problemas vinculados a procesos sociales considerados traumáticos: guerras, masacres, genocidios, dictaduras, crisis sociales y otras situaciones extremas que amenazan el mantenimiento del lazo social y que son vividos por sus contemporáneos como momentos de profundas rupturas y discontinuidades, tanto en el plano de la experiencia individual como colectiva. Si en la práctica profesional el predominio de estos temas es un fenómeno recurrente, lo cierto es que no existen razones de orden epistemológico o metodológico para que la historia reciente deba quedar circunscripta a eventos de ese tipo. 

Finalmente, y en estrecha vinculación con lo anterior, parece evidente que otro elemento que sin duda interviene en el establecimiento de lo que es considerado “pasado cercano” es la apreciación de los propios actores vivos, quienes reconocen como “historia reciente” determinados procesos enmarcados en un lapso temporal que no siempre, y no necesariamente, guardan una relación de contigüidad progresiva con el presente, pero que, en definitiva, para esos actores adquieren algún sentido en relación con el tiempo actual y eso es lo que justifica el vínculo establecido. 

En suma, tal vez la especificidad de esta historia no se defina exclusivamente según reglas o consideraciones temporales, epistemológicas o metodológicas, sino fundamentalmente a partir de cuestiones siempre subjetivas y cambiantes que interpelan a las sociedades contemporáneas y que trasforman los hechos y procesos del pasado cercano en problemas del presente. En ese caso, tal vez haya que aceptar que la historia reciente, en tanto disciplina, posee este núcleo de indeterminación como rasgo propio y constitutivo. 

Marina Franco y Florencia Levín, “El pasado cercano en clave historiográfica”.

Texto 3
En verdad, el término tradicional –y bien establecido– era el de historia contemporánea, ligado además a los programas de estudios en la enseñanza secundaria y superior. Pero, justamente, haciendo comenzar la historia contemporánea mundial en la Revolución Francesa, en nombre de la ideología democrática y republicana y de la identidad nacional, el término perdía progresivamente su sentido original a medida que la duración de esta historia se alargaba y se separaba ya casi dos siglos de 1789. ¿Cómo sostener, pues, que nosotros éramos los contemporáneos de Robespierre o de Napoleón? De ahí la sustitución del término radicalmente ambiguo de historia contemporánea por la expresión tiempo presente que se ha impuesto e institucionalizado. Sin embargo, encontramos una cuestión de mayor calado: ¿cómo definir el presente? ¿No constituye un espacio de tiempo minúsculo, un simple espacio pasajero y fugitivo? Su característica, en efecto, es la de desaparecer en el momento mismo en que comienza a existir. En sentido estricto, no se puede hacer historia del presente, porque basta con hablar de ello para que se esté ya en el pasado. Es obligado, pues, alargar este dato instantáneo del presente que se escurre bajo nuestra mirada afín de darle sentido y contenido. El asunto revierte a la cuestión del tiempo en toda su extensión, con su trilogía pasado, presente, futuro. Conocemos aquella célebre interrogación de san Agustín en las Confesiones: Quid est tempus? [“¿qué es el tiempo?”] Y el gran africano responde: «Si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si me lo preguntan y quiero explicarlo, no lo sé». A través de esta aproximación que echa mano de la psicología, se viene a definir el presente, en una fórmula famosa, como el lugar de una temporalidad extendida que contiene la memoria de las cosas pasadas y la expectativa de las cosas por venir: «el presente del pasado es la memoria; el presente del presente es la visión; el presente del futuro es la expectativa» […] Se trata, verdaderamente, de un terreno movedizo, con periodizaciones más o menos elásticas, con aproximaciones variables, con adquisiciones sucesivas. Un campo caracterizado por el hecho de que existen testigos y una memoria viva de donde se desprende el papel especifico de la historia oral […] No solamente una ciencia histórica del tiempo se revela posible, sino que hay con ello lugar para responder a una “demanda social”. El deber del historiador es no dejar esta interpretación del mundo contemporáneo a otros, bien sean los medios o los periodistas (por no hablar de los propagandistas), o bien las otras diversas ciencias sociales […] En realidad, la verdadera objeción a poner a la historia del tiempo presente sería la de que debe analizar e interpretar un tiempo del cual no conoce ni el resultado concreto ni el final. Henry Pirenne confesaba, por ejemplo, que en su Historia de Bélgica, el volumen que le había dado más trabajo era el último que trataba de la época contemporánea. En vista de que no debían tenerse en cuenta más que aquellos hechos más importantes, es decir, los que habían acarreado grandes consecuencias, ¿cómo determinar cuáles eran? ¿Cómo apreciar el impacto de un acontecimiento si no se conoce su continuación? Pero, a pesar de todo, lo inacabado está lejos de constituir un obstáculo absoluto, como muestra el acierto de numerosas obras dedicadas a lo muy contemporáneo. Y además de todo esto, ¿es que el historiador no sabe que las construcciones históricas, por documentadas y bien trabadas que se encuentren, no son sino construcciones provisionales? Lo que, por el contrario, debe ser afirmado como una exigencia absoluta para todo trabajo histórico, pero más todavía cuando se trata del tiempo presente, porque en él la amenaza es más directa, es la independencia científica del historiador. La libertad es la condición sine qua non de la validez de la obra en historia. 

François Bédarida, Cuadernos de Historia Contemporánea, número 20, 1998.

¿Para qué estudiar historia?


La historia prepara a las personas en general y a los jóvenes en particular para el mundo en el que viven. Esta afirmación tiene que superar el problema que supone el que estudiar historia se ha convertido, para muchas generaciones, en la aburrida memorización de una lista de hechos y personajes, y para otras, las más recientes, en un escasamente atractivo estudio de complejas y abstractas estructuras sociales y económicas.

Si a la propia dificultad para estudiar la materia se añade la evolución que han sufrido la sociedad y las formas de ocio, y los conocimientos que en el mundo actual precisan los jóvenes, puede constatarse el desprestigio en el que ha caído la historia como materia de estudio. Esto ha perjudicado al interés por ella, aunque, como ya se ha indicado, la historia, fuera del ámbito educativo, está de moda. Pero esa historia es una historia con otros planteamientos, con otro lenguaje, con otros objetivos y además no hay que estudiarla. ¿Por qué es útil entonces estudiar historia? ¿Para qué es la historia?

Es cierto que, para incorporarse en el futuro a sus puestos de trabajo, los alumnos no necesitarán hacer valer ni demostrar conocimientos históricos, pero carecerán de una visión crítica de la sociedad en que viven. Tampoco se puede negar que en la sociedad actual ni la felicidad, ni la posición social, ni la riqueza, ni el cargo profesional que se ejerce dependen del grado de conocimientos históricos de las personas ni, en ocasiones, de ningún tipo de conocimiento, es decir, de eso que entendemos por cultura.

A pesar de ello, la historia proporciona a los alumnos los elementos necesarios para entender la actualidad. Para uno de los más grandes historiadores del siglo XX, Marc Bloch, el conocimiento histórico es el único medio para la comprensión del presente. Y, como afirma Josep Fontana, la historia es una ciencia que intenta abarcar lo humano en su conjunto y, como ciencia social, es la más próxima a la vida cotidiana; por ello se puede explicar el funcionamiento de la sociedad.

"La comprensión del presente nace de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizá, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente". (Marc Bloch)

"[...] en cuanto se refiera a su utilidad social todas las actividades humanas deben ser valoradas, en última instancia, por el servicio que rinden al conjunto de los hombres. De entre las ciencias sociales, la historia tiene el privilegio de ser la que mayores servicios puede rendir, porque es la más próxima a la vida cotidiana y la única que abarca lo humano en su totalidad". (Josep Fontana. La historia después del fin de la historia)

La historia, al mismo tiempo que facilita la comprensión del presente, también tiene valor respecto al futuro. Aunque con prevención, el historiador puede elaborar previsiones históricas o, por lo menos, convertirse, junto con otros intelectuales, en la conciencia de la sociedad, por su conocimiento crítico del presente. El historiador muestra las causas que han configurado el mundo real y lo analiza con ojos críticos para ayudar a transformarlo. Así, para algunos historiadores, la historia debe ayudar a construir el futuro y a transformar la sociedad para mejorarla.

Pero además del valor que tiene la historia para el presente y para el futuro debemos conocer su función en la enseñanza del pasado.

Aprender con la historia

La historia tiene una función pedagógica y no sólo sirve para mantener en la memoria los grandes acontecimientos del pasado. Requiere un aprendizaje activo y crítico, constituye un ejercicio de expresión y sirve para adquirir hábitos y técnicas de estudio y trabajo.

De su estudio podemos destacar, además, otras funciones.

  • Sirve para situarse en el marco de una conciencia colectiva y comprenderla.
  • Forma la capacidad de juzgar comparando diferentes épocas y sociedades.
  • Desarrolla competencias para el análisis de una situación histórica, por la que se aprende a descomponer los elementos de dicha situación y a determinar sus causas y consecuencias.
  • Desarrolla una conciencia política y un espíritu crítico, pero abierto, democrático y tolerante.
  • Permite una aproximación a las diversidades culturales y favorece el respeto hacia otras culturas y sociedades.
Estas funciones desarrollan competencias que permiten al estudiante ampliar y enriquecer la visión que tiene del mundo y valorar la importancia del pasado en la configuración del mundo presente.

Fuente: Historia del mundo contemporáneo - Bachillerato (2008)

Glosario conceptos claves

  • Actor social. Persona o colectivo que representa algo para la sociedad, ya sea porque impulsa una idea, una iniciativa, una reivindicación, un proyecto, una promesa o una denuncia. En este sentido, son actores sociales personas o grupos como las juntas de  vecinos, los gremios y sindicatos, los empresarios, las organizaciones no gubernamentales, los partidos políticos, los medios de comunicación, las agrupaciones de estudiantes, entre otras, que se expresan por medio de la participación ciudadana.
  • Bien Común. Concepto que abarca las condiciones de la vida social que permiten a los seres humanos alcanzar la plenitud; es el fin último de la política. Representa los intereses y bienes compartidos por una comunidad, por lo que funciona como orientador y mediador en la realización de los intereses particulares de cada individuo. Desde el punto de vista de la persona, exige el respeto de sus derechos fundamentales e inalienables.
  • Ciudadano. En el caso chileno, son ciudadanos los chilenos que hayan cumplido dieciocho años de edad y que no hayan sido condenados a pena aflictiva. La calidad de ciudadano otorga los derechos de sufragio, de optar a cargos de elección popular y los demás que la Constitución o la ley confieran.
  • Comunitarismo. Paradigma político que concibe que las relaciones sociales influyen en las personas y que la forma de entender la conducta humana es referirla a su contexto social, cultural e histórico. Reconoce la dignidad humana personal y su dimensión social, y sostiene que cada persona debe adquirir el sentido de sus responsabilidades personales y cívicas, asumir sus derechos y los de los demás, y desarrollar las destrezas del autogobierno: gobernarse a sí mismos y servir a los otros.
  • Convivencia democrática. Capacidad de vivir con otros, resguardando que se respete los derechos de todas las personas. Se desarrolla fomentando la solidaridad, la empatía y la práctica de principios democráticos, como el respeto a la institucionalidad, al diálogo, al pluralismo y la participación.
  • Derechos Humanos. Son los derechos más fundamentales de la persona. Definen las relaciones entre los individuos y las estructuras de poder, especialmente el Estado. Delimitan el poder del Estado y, al mismo tiempo, exigen que el Estado adopte medidas positivas que garanticen condiciones en las que todas las personas puedan disfrutar de sus derechos. Desde un punto de vista jurídico, los derechos humanos pueden definirse “como la suma de los derechos individuales y colectivos reconocidos por los Estados soberanos y consagrados en sus Constituciones y en el derecho internacional”.
  • Dignidad de la persona humana. Cualidad inherente a cada persona que debe ser respetada en su condición de ser humano. Su reconocimiento es base para justificar los deberes del Estado y la responsabilidad de las personas a fin de asegurar los principios de una sociedad democrática: igualdad, libertad, justicia, fraternidad, inclusión y diversidad, entre otros.
  • Diversidad cultural. Coexistencia de diversas culturas en un mismo espacio físico, geográfico o social. Incluye todas las diferencias culturales debidas a religión, etnia, nacionalidad, lengua o género.
  • Estado. Comunidad nacional con una organización política común y un territorio y órganos de gobierno propios, que es soberana e independiente políticamente de otras comunidades.
  • Fuentes. Las fuentes históricas son cualquier testimonio (escrito, oral, material) que permite reconstruir, analizar e interpretar los acontecimientos históricos. Las fuentes históricas constituyen la materia prima de la Historia y tienen múltiples clasificaciones según su origen o soporte (primarias/secundarias, orales, escritas, materiales, etc.).
  • Historia. Es una ciencia social que se encarga de estudiar al hombre en el transcurso del tiempo. La historia es, ante todo, la posibilidad que el ser humano tiene para conocerse a sí mismo. Es indagar en el pasado para comprender el porqué de nuestro presente, y sobre todo, ver al hombre en su dimensión; sus aciertos, sus errores y la capacidad que la humanidad tiene para ser una especie más perfecta, mejor organizada y más justa. Para comprender los fenómenos que abarca e interpretarlos, la historia (como toda ciencia social) requiere del auxilio de otras ciencias y disciplinas sociales que nos permitan comprender los hechos históricos en su dimensión total; por ejemplo: la ayuda de la arqueología, la paleontología, la cronología, la mitología, la economía y la antropología, entre otras.
  • Identidad. Conjunto de características propias de una persona o una comunidad que le confiere singularidad frente a otros y que se configura como resultado de las relaciones entre distintas personas. Por ello, también se refiere a la conciencia que tiene la persona o la comunidad de esta singularidad. La identidad puede desarrollarse en el ámbito personal, local, nacional, regional o global.
  • Memoria histórica. Consiste en el esfuerzo consciente de los grupos humanos por encontrar su pasado, sea éste real o imaginado, valorándolo y tratándolo con especial respeto.
  • Multidimensionalidad. Manifestación simultánea de la realidad en distintas dimensiones –política, económica, cultural, natural, tecnológica, entre otras–, lo que permite aumentar la complejidad del aprendizaje de los fenómenos de la realidad y desarrollar un pensamiento crítico profundo que se aleje de explicaciones simplistas.
  • Multicausalidad. Diversidad de origen de fenómenos y hechos relacionados con las disciplinas geográfica, histórica y de las ciencias sociales. Esta pluralidad da cuenta de las interrelaciones entre las personas; es decir, de la complejidad de la sociedad y de las diversas perspectivas para la comprensión de la realidad.
  • Nación. Conjunto de personas de un mismo origen, que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común.
  • Nacionalismo. Doctrina política que reivindica el derecho de una nacionalidad y la reafirmación de su propia personalidad mediante la autodeterminación política.
  • Participación ciudadana. Capacidad de individuos o grupos de incidir en asuntos de interés público, mediante acciones como la demanda y el uso de la información, la deliberación, el diseño o reorientación de políticas públicas, el sufragio y el resguardo de la transparencia en la gestión pública. La participación ciudadana se funda en el principio de que todas las personas pueden aportar a la construcción de una mejor sociedad, independientemente de su edad, nacionalidad o país de residencia. La participación es un derecho consagrado tanto por nuestra Constitución como por la Convención Americana de Derechos Humanos y la Declaración Universal de Derechos Humanos.
  • Partido político. Agrupación organizada, estable, que solicita apoyo social a su ideología y programas políticos para competir por el poder y participar en la orientación política del Estado.
  • Régimen político. Es el conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder y su ejercicio, y los valores que sustentan esas instituciones. Es la estructura organizadora del poder, que establece los criterios de selección de los integrantes de la clase dirigente y asigna los roles en ella. Teóricamente, es la voluntad política del pueblo quien erige al régimen político, pero, además, la estructura del régimen condiciona la formación de la voluntad política.
  • Republicanismo. Ideología para gobernar una nación como una república. Siempre se apoya en su oposición a la monarquía, la aristocracia, la oligarquía y la dictadura. Por extensión, se refiere a un sistema político que protege la libertad y se fundamenta especialmente en el derecho, en la ley que el propio gobierno no puede ignorar. Enfatiza la importancia de la participación ciudadana, los valores cívicos y la oposición a la corrupción.
  • Territorio. Es el espacio geográfico entendido desde la perspectiva política; es decir, la espacialización del poder político. Desde el punto de vista de lo nacional, el territorio es uno de los componentes del Estado, pues se refiere a los límites de la soberanía.

Columna de Daniel Matamala: El elefante encadenado


Esta semana, mi hijo me pidió que le leyera uno de sus libros. Eligió “El elefante encadenado”, un cuento escrito por Jorge Bucay e ilustrado por Gusti, basado en una parábola tradicional. Dice más o menos así: (…)

Cuando yo era niño me encantaba el mundo mágico de los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. Me entusiasmaba poder ver de cerca cada uno de esos animales que viajaban en caravana de ciudad en ciudad. Durante la función todo me parecía maravilloso y deslumbrante, pero la aparición del elefante siempre era mi momento favorito.

La enorme bestia hacía gala de una destreza, un tamaño y una fuerza impresionantes. Era evidente que un animal así sería capaz de arrancar un árbol de un simple tirón. Y sin embargo, para mi sorpresa, después de cada actuación, el personal del circo encadenaba al elefante a una pequeña estaca apenas clavada en el suelo.

La estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en el suelo. Y, aunque la cadena era gruesa y poderosa, me parecía obvio que un animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su fuerza, podría liberarse con facilidad de la estaca y huir.

¿Qué sujetaba al elefante?

¿Por qué no escapaba?

Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los mayores. Así que pregunté a mis profesores, a mi tío y a mi madre por el misterio del elefante. Ellos me explicaron que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. Hice entonces la pregunta obvia: “Si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?”

Nadie supo responder a esta segunda pregunta.

Mucho tiempo después, conocí a alguien muy sabio, que me ayudó a encontrar la respuesta. El elefante del circo ha estado encadenado a una estaca desde que era muy, muy pequeño. Recuerdo que cerré los ojos e imaginé al pequeño e indefenso elefante recién nacido atado a la estaca.

Me lo imaginé empujando y tirando de la cadena, día tras día, tratando de soltarse. Casi podía verlo, durmiéndose cada noche agotado por el esfuerzo, pensando en volver a intentarlo a la mañana siguiente. Pero todo era inútil: la estaca era demasiado fuerte para un animal recién nacido, aunque se tratara de un elefante.

Hasta que, un día, el más triste de los días de su corta vida, el animal aceptó con impotencia que no podría liberarse y se resignó a su destino.

Entendí entonces por qué el enorme y poderoso elefante que yo veía en el circo se quedaba encadenado. Él estaba convencido de que nunca podría liberarse de su estaca. No escapa porque cree que no puede. En su memoria de elefante, tiene grabado el recuerdo de la impotencia que sintió poco después de nacer, y nunca más ha vuelto a poner a prueba su fuerza.

Algunas noches sueño que me acerco al elefante encadenado y le digo al oído: “¿Sabes? Tú crees que no puedes hacer algunas cosas sólo porque una vez, hace mucho, lo intentaste y no lo conseguiste. Debes darte cuenta de que el tiempo ha pasado y hoy eres más grande y más fuerte que antes. Si de verdad quisieras liberarte, estoy seguro de que podrías hacerlo. ¿Por qué no lo intentas?”.

A veces me despierto pensando que mi elefante un día finalmente lo intentó y consiguió arrancar la estaca. Entonces sonrío y me imagino que el enorme animal tal vez siga viajando con el circo, porque le gusta mucho divertir a los niños.

Pero ya no está encadenado.

(…)

Pensaba escribir una columna acerca de los cambios sociales de las últimas décadas en Chile. Acerca de los chilenos nacidos junto a la democracia, hijos de quienes pateaban piedras en la marginalidad de los ochentas. Ellos que fueron escolares durante la revuelta pingüina de 2006, que fueron universitarios de primera generación en la protesta de 2011, y que son jóvenes profesionales de primera generación, endeudados y desencantados en el estallido de 2019.

Pensaba citar al sociólogo Manuel Canales, quien ya hace tiempo revelaba “la emergencia de un nuevo movimiento o actor social, que presiona ya no en base de la necesidad sino del derecho social”.

Recordar cómo la investigadora Kathya Araujo describe a una generación “de individuos con una imagen fortalecida de sí, y con una confianza aumentada en sus propias capacidades y agencia”, y como ellos ya no toleran “una sociedad rígida, de carácter verticalista, autoritario y elitista, donde unos reclaman una suerte de jerarquía natural respecto a otros, y en donde rige una lógica de privilegios”

Concluir cómo el propio Canales sentencia que “se equivocaron creyendo que seguía un pueblo antiguo, conformado, a las duras, a su inferioridad social como asunto real y natural (…) El pueblo este, nuevo, profesional, no se cree ya aquello. Ni lleva yugo ni se siente menos”.

Pero para qué. Si en este día histórico la parábola del elefante lo dice todo, y mejor.

Artículo publicado el 24 octubre de 2020

Columna de Daniel Matamala: Octubre


La República del 88 celebró siete elecciones presidenciales, y sus ganadores fueron variados: dos veces la Democracia Cristiana, tres los socialistas, dos la derecha. Los hombres fueron elegidos cinco veces y las mujeres, dos. Llegaron a La Moneda hijos de un Presidente de la República (Frei), de un presidente de la Suprema (Aylwin), de un general de aviación (Bachelet), de un embajador (Piñera) e incluso -cosa francamente insólita- alguien de una familia ajena a la élite dirigente (Lagos).

Pero hay una sola cosa que los habitantes de La Moneda han tenido en común desde 1988: todos ellos, sin excepción, votaron por el “No”.

Hay momentos únicos en la vida de los países que dividen las aguas por una generación. Y en Chile, haber apoyado a Pinochet en el plebiscito es una marca indeleble. Joaquín Lavín intentó romper la maldición con un acto de contrición retrospectiva: dijo estar arrepentido de haber votado que “Sí”, reconocimiento en que lo siguieron otros, como el general Fernando Matthei (“voté ‘Sí’ cuando en el fondo deseaba que fuera un ‘No’”), Sergio Diez y Catalina Parot.

No se conoce de arrepentimientos al revés. En 1988, el “No” ganó al “Sí” por 12 puntos (55% a 43%). En 2018, una encuesta de Criteria preguntó cómo votarían los chilenos hoy: la diferencia esta vez fue de 52 puntos: 70% para el “No” y 18% para el “Sí”. Además, 55% decía que no votaría por un candidato presidencial que 30 años antes hubiera estado por el “Sí”.

De octubre de 1988 pasamos a octubre de 2020. Otra vez, si las condiciones sanitarias lo permiten, un plebiscito primaveral marcará a una generación. Y parte de la derecha parece decidida a infligirse una nueva maldición.

No tiene por qué ser así. De hecho, el acuerdo para convocar al plebiscito fue más cuestionado desde la extrema izquierda que desde la extrema derecha. Firmaron el pacto, con más o menos entusiasmo, desde la UDI hasta parte del Frente Amplio. De los 18 diputados que votaron contra el plebiscito, 17 eran de izquierda: comunistas, humanistas, regionalistas y ecologistas. El fan de Pinochet Ignacio Urrutia fue el único que se opuso desde la derecha.

Entonces, Pamela Jiles (PH) acusó a los firmantes de “traicionar al pueblo” con “un acuerdo espurio”. “Esto es algo deleznable”, apuntó Carmen Hertz (PC). “Es darle la espalda al pueblo de Chile”, agregó Karol Cariola (PC).

Todos ellos, por cierto, ya se subieron con entusiasmo al carro de la victoria; algunos incluso se pasean por el Congreso vistiendo una “banda del ‘apruebo’”. De los arrepentidos es el reino de la política.

Mientras, parte de la derecha se baja. Desde los nuevos ministros Andrés Allamand y Jaime Bellolio, hasta buena parte de los “liberales” de Evópoli se han pasado al “rechazo”, pese a que el derrotismo en las filas de esa opción es patente.

El “rechazo” va perdiendo: 20% a 71%, según Cadem. 10% a 77%, según Activa Research. 17% a 75%, según Criteria. Hasta el Comando de Independientes por el Rechazo lo reconoce (31,8% contra 68,2%, según una encuesta que dicen haber encargado). Y la mejor evidencia de que se sienten perdedores es que algunos prefieren patear el tablero.

El senador Francisco Chahuán (RN) propone que el plebiscito sea inválido si vota menos del 50% del padrón. El diputado Cristóbal Urruticoechea (RN) exige una participación mínima de 10 millones de personas (¡dos tercios del padrón!), y teoriza que “el plebiscito es ilegítimo, ya que tiene vicios de origen, fue adoptado bajo amenazas en el uso de la fuerza” (Urruticoechea votó a favor de este “plebiscito ilegítimo” en la Cámara).

Su colega Sergio Bobadilla (UDI) reclama una participación de 66% para que sea válido y filosofa: “El plebiscito más seguro es el que no se hace”. Adivinen: Bobadilla también votó a favor del acuerdo en la Cámara. Todos estos parlamentarios fueron elegidos con una participación de 46%, elección que, por supuesto, les parece perfectamente legítima.

Los políticos suelen no estar de acuerdo consigo mismos. José Antonio Kast pasó semanas, en los peores momentos de la pandemia, exigiendo “volver a abrir el país”, “reabrir el comercio” y “volver a trabajar”. Pero salir a votar un día en octubre, dice Kast, “va a llevar a miles de chilenos directo a la muerte”.

Con porfía suicida, parte de la derecha se empeña en convertir el de octubre en un plebiscito entre ellos y la oposición, a favor o en contra del gobierno. “En Chile Vamos hay una definición muy categórica a favor del ‘rechazo’”, insiste el ahora canciller Andrés Allamand, un consumado experto en elegir siempre el lado perdedor de cada batalla.

El problema del “rechazo” no es moral, sino político. En un referéndum hecho en democracia, ninguna opción es moralmente superior a la otra. Pero una sí puede ser políticamente desastrosa. Lo sabe el Presidente Piñera, quien no aguanta estar del lado perdedor en ninguna apuesta. Y ahora debe ver cómo tantos de sus partidarios lo empujan hacia una opción perdedora o, peor, tratan de evitar esa derrota por secretaría.

Se condenan así -como en 1988- a una travesía del desierto que podría durar otra generación. Una trampa en que no cae el más hábil de ese sector. Joaquín Lavín sabe que su maldición de 32 años puede estar a punto de romperse. Por eso votará “apruebo” en octubre. Y con ello se le podrían abrir, al fin, limpio de mácula, las esquivas puertas de La Moneda. Nada como un plebiscito histórico para borrar la mancha de otro.

Artículo publicado el 22 de agosto de 2020